Respuesta
Quisiera que tú me entendieras a mí sin palabras.
Sin palabras hablarte, lo mismo que se habla mi gente.
Que tú me entendieras a mí sin palabras
como entiendo yo al mar o a la brisa enredada en un álamo verde.
Me preguntas, amigo, y no sé qué respuesta he de darte,
Hace mucho tiempo aprendí hondas razones que tú no comprendes.
Revelarlas quisiera, poniendo en mis ojos el sol invisible,
la pasión con que dora la tierra sus frutos calientes.
Me preguntas, amigo, y no sé qué respuesta he de darte.
Siento arder una loca alegría en la luz que me envuelve.
Yo quisiera que tú la sintieras también inundándote el alma,
yo quisiera que a ti, en lo más hondo, también te quemase y te hiriese.
Criatura también de alegría quisiera que fueras,
criatura que llega por fin a vencer la tristeza y la muerte.
Si ahora yo te dijera que había que andar por ciudades perdidas
y llorar en sus calles oscuras sintiéndose débil,
y cantar bajo un árbol de estío tus sueños oscuros,
y sentirse hecho de aire y de nube y de hierba muy verde…
Si ahora yo te dijera
que es tu vida esa roca en que rompe la ola,
la flor misma que vibra y se llena de azul bajo el claro nordeste,
aquel hombre que va por el campo nocturno llevando una antorcha,
aquel niño que azota la mar con su mano inocente…
Si yo te dijera estas cosas, amigo,
¿qué fuego pondría en mi boca, qué hierro candente,
Qué olores, colores, sabores, contactos, sonidos?
Y ¿cómo saber si me entiendes?
¿Cómo entrar en tu alma rompiendo sus hielos?
¿Cómo hacerte sentir para siempre vencida la muerte?
¿Cómo ahondar en tu invierno, llevar a tu noche la luna,
poner en tu oscura tristeza la lumbre celeste?
Sin palabras, amigo; tendría que ser sin palabras
como tú me entendieses.
(JOSÉ HIERRO, 1922-2002)
Quisiera que tú me entendieras a mí sin palabras.
Sin palabras hablarte, lo mismo que se habla mi gente.
Que tú me entendieras a mí sin palabras
como entiendo yo al mar o a la brisa enredada en un álamo verde.
Me preguntas, amigo, y no sé qué respuesta he de darte,
Hace mucho tiempo aprendí hondas razones que tú no comprendes.
Revelarlas quisiera, poniendo en mis ojos el sol invisible,
la pasión con que dora la tierra sus frutos calientes.
Me preguntas, amigo, y no sé qué respuesta he de darte.
Siento arder una loca alegría en la luz que me envuelve.
Yo quisiera que tú la sintieras también inundándote el alma,
yo quisiera que a ti, en lo más hondo, también te quemase y te hiriese.
Criatura también de alegría quisiera que fueras,
criatura que llega por fin a vencer la tristeza y la muerte.
Si ahora yo te dijera que había que andar por ciudades perdidas
y llorar en sus calles oscuras sintiéndose débil,
y cantar bajo un árbol de estío tus sueños oscuros,
y sentirse hecho de aire y de nube y de hierba muy verde…
Si ahora yo te dijera
que es tu vida esa roca en que rompe la ola,
la flor misma que vibra y se llena de azul bajo el claro nordeste,
aquel hombre que va por el campo nocturno llevando una antorcha,
aquel niño que azota la mar con su mano inocente…
Si yo te dijera estas cosas, amigo,
¿qué fuego pondría en mi boca, qué hierro candente,
Qué olores, colores, sabores, contactos, sonidos?
Y ¿cómo saber si me entiendes?
¿Cómo entrar en tu alma rompiendo sus hielos?
¿Cómo hacerte sentir para siempre vencida la muerte?
¿Cómo ahondar en tu invierno, llevar a tu noche la luna,
poner en tu oscura tristeza la lumbre celeste?
Sin palabras, amigo; tendría que ser sin palabras
como tú me entendieses.
(JOSÉ HIERRO, 1922-2002)
ELEGIDO POR FRANCISCO JAVIER MIRANDA VALLEJO
2 comentarios:
Francisco Javier Miranda Vallejo, profesor del Dpto. de Filosofía, comenta sus motivos para elegir este poema:
COMENTARIO
Lo primero que me sorprendió de este poema es su anhelo de comunicación más allá de la palabra. La literatura, la poesía en este caso, se hace con palabras. Oír de boca de un poeta ese anhelo es extraño, pues veneramos a los poetas por su poder, a veces milagroso, mágico, para expresar sentimientos, emociones, pensamientos –la vida subjetiva de una persona, en suma– de una forma hermosa y conmovedora capaz de llegar al corazón de los demás –no sólo a su intelecto–, por ser maestros en la alquimia que transmuta y objetiva en palabras la experiencia o las vivencias más íntimas.
No es instantáneo, sin embargo, el poder de las palabras, no sirven siempre, por más que nunca podamos renunciar a ellas –cada uno de nosotros es un logos interior (un flujo de palabras, un discurso, una razón), dice el filósofo Emilio Lledó–. Es necesaria también la experiencia, la vida, que la poesía viene a expresar y también a configurar, pues no se reduce la poesía a expresión sino que también es creadora –no en vano el poeta lucha con el lenguaje para iluminar una experiencia nueva que atisbamos o presentimos pero que no terminamos de conocer–. Por eso la palabra no sólo nos emociona, sino que también nos ilumina, nos libera y nos ayuda a crecer. El poeta vive a veces en el límite de esas experiencias, configura un mundo y una forma de ser y de vivir, alcanza y acaricia los límites del lenguaje en su esfuerzo por ampliarlos. Pero, decíamos, la palabra necesita encontrar un suelo fértil: no terminará nunca de emocionarse con un poema de amor, quien no haya estado enamorado, aunque sí puede hacerlo –de ahí el milagro y la magia de la poesía– quien siendo quizá una persona ruda o poco amiga de sentimentalismos, descubra al leer un poema que a su pesar está tiernamente enamorado.
Continúa el comentario anterior:
Dice el refrán, por otra parte, que a buen entendedor pocas palabras bastan. ¿Y qué muestra más evidente y hermosa de conocimiento y comunicación entre dos personas que saber lo que piensan o sienten con una sola mirada o con un solo gesto, con una escueta palabra, con una simple insinuación? Tener que explicarse demasiado pone de manifiesto, sin duda, la distancia que nos separa de nuestro interlocutor. Y el autor de estos versos, lo que anhela, precisamente, con su constante interpelación al amigo, es compartir sus vivencias y llegar a su alma, ofrecerle lo más preciado que tiene o que es: su alegría, su amor a la vida, su victoria sobre la tristeza y la muerte. ¿Acaso no entendemos al mundo, que no nos habla con palabras, que sólo está ahí, interpelándonos con “su amorosa presencia”, revelándose para quien tenga capacidad de asombro –Existo, bien lo sé, porque le transparenta el mundo a mis sentidos su amorosa presencia (Luis Cernuda)–? Eso es lo que anhela el autor de estos versos, que no fuesen necesarias las palabras, porque eso significaría que ya compartimos o comprendemos sus vivencias o sentimientos, tan íntimos y fundamentales.
Hay, desde luego, en ese sorprendente anhelo del poeta, una confesión implícita de la dificultad y profundidad de la poesía, de la extenuación que produce el reto permanente por encontrar la palabra justa, que agota al poeta hasta el punto de anhelar ser entendido sin palabras, porque –como digo– eso significaría además que estamos compenetrados, que compartimos un mundo. El poeta lo intenta, no obstante, mostrando destellos de su experiencia, de sus vivencias y sus emociones, de su trayectoria vital, sembrada también de momentos penosos. Lo interpreto por eso –concluyendo ya– en clave nietzcheana: para amar la vida tenemos que aceptar lo que ésta tiene también de dolorosa o de triste, es más –y el mismo Hierro lo dice en otro poema suyo titulado Alegría, “llegué por el dolor a la alegría, supe por el dolor que el alma existe”–, para amar la vida hay que atravesar por esos momentos de tristeza, soledad y dolor… Es una forma de vitalismo, en definitiva, lo que nos muestra el poeta, con su afirmación de la vida y su incitación o impulso a la alegría.
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