jueves, 29 de enero de 2015

Juan Rejano


Vista de la ciudad de México DF hoy.


Poema en reflejo



El pañolón de la noche
andaluz hasta los huesos,
-tres tintas decorativas:
plata vieja, añil y negro-
con un cuerno de la luna
enredado entre los flecos,
se prende al talle del mar
y lo embriaga de festejo.



El agua estrena esta noche
su combinación de espejos:
Danza de vértices, salen
a pasear los luceros
y se retratan -borrachos-
con capotes de paseo.
(Cuando suban a su altura
se enfadará el Universo.)



Las barcas, cisnes de angustia,
gaviotas pretendiendo
-las alas soñando un ''raid''
y decapitado el cuello-
las guitarras de las quillas
empenachan de rasgueos.



El pez ensaya en el fondo
su experiencia del anzuelo
y quiere subir a flote
doctor en banderilleos.



En el caballo de un morro
la luna -tufos flamencos,
blanca camisa rizada-
cuelga jerezano atuendo:
monta con borlas de plata,
silla vaquera y arreos.



Monstruo de silencio y linfa
y náufrago de recuerdos,
-sotabarba, gorra y pipa,
viejo lobo marinero-
masca tabaco un falucho
y grita un piropo al cielo.



Las aspas del faro giran
al tío-vivo revolero
y le dan al aire bravo
-montera en la mano- un quiebro.
(Populacho las sirenas
siembran fiebres de pañuelos
pidiendo -vela y amarra-
oreja y rabo en trofeo.)



Y el mar, peineta de estrellas
sobre las ondas del pelo,
se va en manola de linfas
tirando besos al puerto.




JUAN REJANO (Puente Genil, Córdoba, 1903- México DF, 1972)

martes, 20 de enero de 2015

Fernando de Herrera


Portada del libro ''Obras de Garcilasso de la Vega con anotaciones de Fernando de Herrera''. Sevilla, Alonso de la Barrera, 1580.




Pensé, mas fue engañoso pensamiento




Pensé, mas fue engañoso pensamiento,
armar de puro hielo el pecho mío;
porque el fuego de Amor al grave frío
no desatase en nuevo encendimiento.




Procuré no rendirme al mal que siento,
y fue todo mi esfuerzo desvarío;
perdí mi libertad, perdí mi brío,
cobré un perpetuo mal, cobré un tormento.




El fuego al hielo destempló, en tal suerte,
que, gastando su humor, quedó ardor hecho;
y es llama, es fuego, todo cuanto espiro.




Este incendio no puede darme muerte;
que, cuando de su fuerza más deshecho,
tanto más de su eterno afán respiro.







FERNANDO DE HERRERA (Sevilla, 1534-1597)



jueves, 8 de enero de 2015

Luis Cernuda

Portada de Ocnos, de Luis Cernuda. Renacimiento, Sevilla, 2014.



   EL MAESTRO


   Lo fue mío en clase de retórica, y era bajo, rechoncho, con gafas idénticas a las que lleva Schubert en sus retratos, avanzando por los claustros a un paso corto y pausado, breviario en mano o descansada ésta en los bolsillos del manteo, el bonete derribado bien atrás sobre la cabeza grande, de pelo gris y fuerte. Casi siempre silencioso, o si emparejado con otro profesor acompasando la voz, que tenía un tanto recia y campanuda, las más de las veces solo en su celda, donde había algunos libros profanos mezclados a los religiosos, y desde la cual veía en primavera cubrirse de hoja verde y fruto oscuro un moral que escalaba la pared del patinillo lóbrego adonde abría su ventana.
   
   Un día intentó en clase leernos unos versos, trasluciendo su voz el entusiasmo emocionado, y debió serle duro comprender las burlas, veladas primero, descubiertas y malignas después, de los alumnos —porque admiraba la poesía y su arte, con resabio académico como es natural. Fue él quien intentó hacerme recitar alguna vez, aunque un pudor más fuerte que mi complacencia enfriaba mi elocución; él quien me hizo escribir mis primeros versos, corrigiéndolos luego y dándome como precepto estético el que en mis temas literarios hubiera siempre un asidero plástico.
      
   Me puso a la cabeza de la clase, distinción que ya tempranamente comencé a pagar con cierta impopularidad entre mis compañeros, y antes de los exámenes, como comprendiese mi timidez y desconfianza en mí mismo, me dijo: «Ve a la capilla y reza. Eso te dará valor».
      
   Ya en la universidad, egoístamente, dejé de frecuentarlo. Una mañana de otoño áureo y hondo, en mi camino hacia la temprana clase primera, vi un pobre entierro solitario doblar la esquina, el muro de ladrillos rojos, por mí olvidado, del colegio: era el suyo. Fue el corazón quien sin aprenderlo de otros me lo dijo. Debió morir solo. No sé si pudo sostener en algo los últimos días de su vida.



LUIS CERNUDA (Sevilla, 1902- Ciudad de México, 1963). Ocnos, Londres, The Dolphin, 1942.